Corría el año de 1223. San Francisco de Asís pasó por
Roma y obtuvo del Papa Honorio III autorización para celebrar la Santa Navidad
de forma hasta entonces desconocida.
Escogió un bosque en las cercanías de la Aldea de
Greccio, región de Umbría, no muy distante de Roma. Residía en aquel lugar el
noble Giovanni Velita, con quien San Francisco tenía una gran amistad.
Quince días antes de la Navidad, le dijo San Francisco:
-“Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del
Señor, date prisa y prepara lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis
propios ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, imaginando cómo fue
reclinado sobre el heno en el pesebre, entre una mula y un buey”.
Para asistir a aquella singular conmemoración fueron
llamados religiosos de diversos lugares, habitantes de Greccio y
alrededores.
Un poco antes de la medianoche, los frailes franciscanos
se dirigieron en cortejo al lugar escogido, entonando en coro las antífonas del
Adviento, acompañados por los aldeanos que portaban antorchas encendidas. El
viento soplaba a rachas y la luz de las antorchas proyectaba trémulas sombras
sobre la densa arboleda. En una claridad del bosque se había montado el
Nacimiento. Reinaba allí un sobrecogedor ambiente de sacralidad y de paz. Sólo
el frío resultaba un poco molesto.
Cuando la campana de la iglesia de Greccio anunció la
media noche, un sacerdote comenzó la celebración de la Santa Misa. El altar
estaba colocado delante del pesebre, y a los lados la mula y el buey. Una
hermosa imagen del Niño Jesús en tamaño natural reposaba sobre la paja. Seguir
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