Traemos esta historia real sobre el brasero de picón, es de tierras extremeñas.
del espacio virtual HOY.es
En un día de frío se agradece
entrar en el salón de Andrea Martínez. La sensación térmica invita a los pocos
minutos a despojarse del abrigo. «¿Has visto que bien se está aquí?», pregunta
la mujer mientras sube la falda de la mesa mostrando el brasero de picón que
cobija en su interior.
Andrea no busca respuesta, emplea un tono de
autoaprobación. Lleva años discutiendo con sus hijos sobre la conveniencia de
mantener los ciscos ardientes para calentarse y trata de buscar adeptos a su
particular batalla. Tiene 74 años, vive sola, «aunque nunca me falta compañía»,
en una casa baja en el Gurugú. Recuerda que su marido era todo un experto
ejerciendo de carbonero. «Le salieron los dientes haciendo picón cerca de las
vaquerías de la carretera de Cáceres». En casa sus hijos se disputaban el
privilegio de remover con el badilejo las brasas. Cuenta estos recuerdos con
pena, como si se hubiera quedado sola en esta defensa del picón.
Ella enviudó hace más de una década y sus hijos hace años
que no ven con buenos ojos el picón. No dejan de recordarle lo peligroso que
puede ser y le han regalado varios radiadores de aceite y braseros eléctricos,
pero algunos ni los ha sacado de la caja.
Ella sigue fiel a la mesa camilla y las advertencias de
sus hijos caen en saco roto.
Desde que falleció su marido compra el carbón a un vecino
que lo trae de Olivenza. Seis euros el saco. Cada mañana lo prende con las
brasas del día anterior y un trozo de cartón para que los tizones arranquen a
arder. Después de tantos años se ha convertido en una experta. No le gusta el
olor del carbón de olivo y recomienda el de encina porque aguanta más y no
huele. Si Andrea se puede considerar una experta en braseros de picón, el mismo
título habría que otorgar a Rosario Rangel. Vive a pocos metros con su marido,
su hija y su nieto.
En casa de Rosario hay una convivencia pacífica entre la
modernidad y la tradición. Su marido sigue encargándose cada mañana de cambiar
las brasas y quitar las cenizas para calentar el salón, y para la habitación de
su nieto han comprado un calefactor que desprende aire caliente. Pero Rosario no
se termina de fiar. Cuando lleva mucho tiempo funcionando le duele la cabeza y
«eso no debe ser bueno».
Aunque ella no nota la diferencia, cuenta que su marido se
queja de que ya no hay picón como el de antaño, y encima resulta más caro. Antes
del euro no llegaba a quinientas pesetas el saco, la mitad que ahora. Juan, el
suministrador, ya les ha explicado que cada vez cuesta más encontrarlo porque
los pocos piconeros que quedan lo hacen para consumo propio.
Además de la animadversión a los calefactores modernos,
sorprende que ni Rosario ni Andrea se consideren una excepción. Para ellas no
hay nada de extraño. «Si se ha utilizado toda la vida».
Cuando Andrea se queja del precio no le falta razón. Las
antiguas carbonerías que había en Badajoz para comprar el picón ya se han
extinguido y ahora hay que comprarlo en el mercado negro. Vecinos o conocidos de
piconeros de los pueblos ejercen de intermediarios y lo traen a Badajoz.
Las dos últimas carbonerías que sobrevivieron hasta hace
seis años se encontraban en San Roque, en la calle Dos de Mayo y en el Cerro de
Reyes, en la calle Alemania. Allí ya no hay ni rastro de estos negocios, pero en
ambos sitios los vecinos siguen acordándose de la carbonería.
Recuerdo que cuando residía en Belalcázar mi madre para el 1 de noviembre preparaba la mesa camilla con el brasero, era en la casa un acontecimiento, la mesa pasaba de estar en la parte de la cocina a una de las habitaciones que daban a la calle con ventana. Nos preparábamos para el invierno, era el brasero de picón la fuente de calor que podíamos contar durante el día, en las mañanas para hacer las migas se encendía en el salón de la cocina una buena hoguera que calentaba buena parte de la casa.
ResponderEliminarEs entonces el brasero lugar de encuentro, no solo de las personas ni no también de los gatos de la casa que acudían al calor del mismo y más de una vez salían con el rabo ardiendo, que ya era un peligro porque podían entrar en el pajar y originar un incendio. Recuerdos muy gratos en torno al brasero de picón.